jueves, 25 de noviembre de 2021

Cosas que dejamos olvidadas en el monte

No son solo basura. Son restos arqueológicos del siglo XX que cuentan cosas. Objetos sucios y oxidados que contienen una intrahistoria que invita a especular e imaginar. Microhistorias que todavía nadie ha podido contar.

Esas historias sin relevancia susurran el perfil de los protagonistas y sus quehaceres. En los restos de hierro, cristal, latón, piedra o barro todavía resuenan los ecos de las razones que explican que aquel objeto u objetos quedaran varados en el tiempo. 

Algunos se dejaron allí sin motivo alguno. Otros quizás fueron echados de menos y alguien volvió a por ellos, sin encontrarlos. Por eso estas cosas viejas hablan del olvido humano, pero también de otro tiempo donde todo el monte era otra cosa. Un espacio inhabitado e inhóspito donde abandonar, amontonar u olvidar lo que no nos hace falta. En un tiempo donde la basura no dolía tanto.

Hoy en día son objetos que, en su mayoría, incomodan o molestan. Pero algunos, solo algunos, no solo no molestan, sino que cumplen la función de contarnos una historia. Son la huella o el rastro que dejaron los que por allí pasaron.

La carretilla

 

La conocí durante los días posteriores a la borrasca Filomena, en enero de 2021, una nevada histórica que cubrió de nieve buena parte del centro y este de la península. También pintó de blanco Moralzarzal. Y paseando bajo el pinar de Matarrubia, queriendo reconocer los daños de aquella nevada en el arbolado, me encontré esta vieja carretilla, oxidada e inútil. Me senté a reponer fuerzas y me la quedé mirando. 

Estaba en medio de un bancal, quizás tal como la abandonó hace décadas el último operario que la utilizó. Imagino que formaba parte de las herramientas de trabajo de los peones que trabajaban en la repoblación forestal del monte. Sobre esa carretilla se cargaron los jóvenes brinzales de pino laricio (Pinus nigra) que ahora cubren esas mismas terrazas por donde rodaba su única rueda. Allí la dejaron y allí va descomponiéndose desde finales de los años 70 y principios de los 80 del pasado siglo XX. Más de 40 años de soledad. 

Mientras, alrededor, aquellos brinzales ya son árboles hechos y derechos.

La torre de vigilancia que nunca fue


Era el mes de abril de 2010. Buscaba una mina de plata en la finca Ladera de las Suertes. Mirando una foto aérea y google maps se adivinaban en un saliente rocoso cambios cromáticos que, pensaba yo, podían ser viejas escombreras. 

Tras trepar por la ladera llegué a donde esperaba encontrar lo que buscaba. No había ninguna escombrera, ninguna mina abandonada. En su lugar encontré el acopio de numerosos materiales de obra: montones de ladrillos, restos de lo que fueron sacos de arena y cemento (ahora formando montones), viguetas de hormigón, cubos para el agua, para hacer la mezcla, etc.

Años más tarde, pude conocer la intrahistoria de aquel lugar a través de las personas que a principios de la década de los 90 del pasado siglo formaron parte del retén de prevención y extinción de incendios forestales de Moralzarzal.


Allí, en aquel lugar donde no llega ni pista forestal ni camino de herradura, la Comunidad de Madrid proyectó construir una torreta o puesto de vigilancia contra incendios forestales. Un helicóptero se encargó de cargar y subir los materiales de obra hasta dicho lugar. Y allí siguen, 30 años después, formando parte del paisaje.

El carrito de bebé de la Cerca de la Jara

Es posiblemente un olvido, una pérdida. Por el deterioro del carrito, la datación del objeto nos llevaría a los tiempos en los que en la Cerca de La Jara, en los límites entre los términos de Moralzarzal y Collado Villalba, hubo una finca de recreo, un pozo y una piscina. En un tiempo indeterminado entre los años 80 y 90. 

No lejos de allí, pegado a la puerta de uno de los cercados que separan unas fincas de otras, dejaron apoyado el carrito y allí se quedó. Hasta hoy.


El semáforo de El Berrocal

En algún momento hubo un semáforo en la finca de El Berrocal, la enorme finca de propiedad municipal al norte y sur del río Samburiel (o Navacerrada), pasado ya el Retamar y poco antes de llegar a lo que hoy es el polígono de Capellanía. Quizás era el mismo cruce con la carretera de El Gamonal. 

Quizás la rotonda sirviera para jubilar el semáforo. Pero quien quiera que lo moviera de sitio, tenía intención de guardar el objeto. 

Pero se le olvidó para qué lo quería. O se le olvidó donde lo dejó. O vete tú a saber porqué ahora está a unas decenas de metros de la carretera.

El cementerio de macetas

Hechas a mano, cada una distinta de la otra. Estas macetas, unas pequeñas y otras grandes, albergaron plantones de pinos que fueron utilizados en la repoblación de la finca de La Navata, cuando en aquellos lares se proyectó un embalse de regulación en el arroyo de Peregrinos. Un vivero forestal muy próximo se encargó de producir aquellas plantas en macetas de barro. Se llevaban en caballerías hasta la zona de repoblación y allí se abandonaban.

El embalse, proyectado a finales de la década de los años 40 del siglo XX, no se llegó a terminar. Ni tampoco la repoblación. Pero hoy esas vasijas siguen llenando de incógnitas el paisaje.

Como si fuera un yacimiento arqueológico, la tarea repobladora del siglo XX ha dejado como testigo un auténtico cementerio de macetas.

De cuando se embotellaba el agua milagrosa 

Los Hermanos Magallón, veraneantes en Moralzarzal, pusieron en pié a partir de 1906 la explotación del manantial de aguas minero medicinales de La Fé, en el Portillo de La Mina. En un principio era solo una embotelladora. El agua se extraía de un pozo, se embotellada y se llevaba hasta la capital donde se vendía en farmacias. El agua, decían, curaba la tuberculosis.

Durante el proceso algunas botellas se rompían…..y la embotelladora arrojaba en un lugar concreto aquellas botellas rotas.

Esta instalación y  la casa de baños que se construyó después son hoy en día una ruina. El pozo colapsó y se cegó. Pero los restos de botellas de vidrio siguen allí, y allí seguirán por mucho tiempo.

La bomba de El Palancar

Salió rauda de la boca del cañón, voló y describió una parábola perfecta. El ejercicio de balística de los militares que practicaban tiro en el polígono de El Palancar fue un éxito. Pero el proyectil no explotó. Y allí quedó, semienterrado en el suelo. Hasta que los militares empezaron a construir un cortafuegos perimetral en el campo de tiro y, al localizar el proyectil, le quitaron la espoleta.

Todos los años pasa por allí una máquina y remueve el suelo del cortafuegos. Pero allí sigue la bomba, ya desactivada, acordándose del día en que hizo la parábola perfecta pero no  cumplió la misión para la que había sido fabricada.

El martillo del cantero


Si yo tuviera un martillo (If I Had a Hammer) cantaban Peter, Paul and Mary en 1963. Yo encontré uno, un martillo de cantería, y no supe que hacer con él. Solo los canteros saben como golpear el granito y labrar la piedra.

No recuerdo cuando lo encontré. Sé que me lo llevé y sé también que yo también lo dejé olvidado en algún lugar de mi garaje.

El cepo del cazador

¿Había un furtivo en el monte Matarrubia? ¿Era el propio guarda forestal el que lo colocó? ¿cuantos conejos o zorros capturaría en su larga vida?

Este cepo apareció un noviembre de 2021 cuando pretendía sembrar una bellota de roble. Estaba cerrado y algún tipo de fuerza había doblado parte de su estructura. Deduzco que fue el bulldozer al construir la terraza donde luego se plantarían los pinos, por lo que su propietario lo dejó olvidado en algún momento anterior a finales de los años 60.

La baca de la furgoneta

Cerca de la fuente de Peñalbu, apoyada en unas rocas, descansa lo que parece ser la baca de una antigua furgoneta. 

Solo ha podido llegar hasta allí en el mismo vehículo de la que formaba parte, quizás también vinculada a las tareas de repoblación que se llevaron a cabo entre los años 40 y los 70 del pasado siglo XX. 

El basurero (aquí comíamos)

La frase “que buenos atracones nos metíamos en el monte”, sería una posibilidad para explicar la imagen. Pero hay otras.

Cuantas horas pasamos en aquel lugar, cuanto nos aburríamos esperando o vigilando...y qué mal comíamos”, es otra.

Por la cantidad de latas depositadas en ese vertedero improvisado se podría decir que el lugar era visitado con asiduidad. No podemos decir que las escondieran, aunque buscaron un lugar no muy visible. 

Allí siguen, cerrando el ciclo de la materia y devolviendo muy lentamente al suelo el hierro ya oxidado y descompuesto. 

La piedra de molino

Esta piedra redonda esculpida por la maza del cantero descansa olvidada en una pequeña cantera de piedra a pocos metros del viejo camino carretero que lleva desde Moralzarzal y Collado Villalba hasta Hoyo de Manzanares.

Es obra humana, no es producto de la erosión del granito. Sus bordes conservan todavía las marcas del cincel del cantero. Quizás sea el proyecto de una piedra de molino...destinada a moler el grano. Pero allí quedó.

Una piedra en el camino, me dijo que mi destino era rodar y rodar” reza la vieja ranchera tanta veces cantada. Pero esta piedra no llegó a moverse del sitio y se quedó mirando al camino, añorando el destino de los que transitan.

La silla de Felipe (II)

Esta silla abandonada en el monte es solo un ejemplo del rastro que ha dejado la covid19 en la periferia de Moralzarzal: el chabolismo de botellón.

Como estrategia ante las restricciones y el confinamiento, algunos grupos de jóvenes han optado por la reutilización de viejos (y quizás nuevos) muebles para la construcción de habitáculos para reunirse a escondidas en parques, montes y fincas aledañas al casco urbano.

No fui yo quien se topó con esta silla de plástico. Hay más personas impactadas ante esta nueva ola de elementos fuera de sitio. Pero queda claro que la covid19 ha acelerado esta nueva tipología de cosas olvidadas, dando paso a una nueva era, los objetos olvidados durante el siglo XXI.

Continuara...,porque este post no tiene fin.